jueves, 9 de noviembre de 2017

Yo cuando pienso en Venecia me acuerdo siempre de Corto Maltés, y me ha hecho mucha gracia encontrarme en las librerías de allí distintas ediciones del álbum en cuestión  (chiquitillas y remontadas; en fin, señor Pratt, no se lo perdonaré jamás), y alguna guía de la ciudad más o menos secreta/esotérica según Corto.

De Venecia volví con la convicción de volver en cuanto que pueda, y con un puñadito de fotografías que no le hacen justicia a la luz de allí (ni a lo demás).

Bruma en el Gran Canal la primera noche. (Y cada noche. También cada mañana.)














Stendhalazo aquí, delante de un Mondrian y de un Magritte. (Es decir, todo el rato iba uno de subidón de belleza, pero esto fue especial. Mucho.)


Y, por supuesto, la protesta de los venecianos. (Turismofobia, lo llamarían aquí los de siempre. El término adecuado es, me parece, autodefensa.)




Más cosas. Dos gatos gordísimos, uno de ellos echándose la siesta en el escaparate de una tienda de antigüedades, en un sillón con tapizado de cuadros. Japoneses felices saludando desde las góndolas. Perdernos; todos los días, todo el rato. Intercambiar mensajes con las chicas antes de salir a cenar. Kill Bill en la tele, en italiano. (¡Y Urgencias! Madre mía, qué jovencito Clooney.) Despertar con las campanadas de San Marcos y darme cuenta de que estaba soñando con Venecia. (Echarla de menos incluso antes de volverme.)








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