domingo, 31 de agosto de 2014

Desde el balcón veo, a la izquierda, una mole de hormigón y ladrillo que, con imaginación y la luz conveniente, puede parecer una astronave varada. A la derecha no hay posibilidad de fantasear: algunos bares nacidos a la sombra de la antigua plaza de toros, portales, oficinas inmobiliarias y peluquerías; más allá, unos árboles que flanquean la calle durante un trecho. Si miro de frente, hay más árboles y algunas terrazas muy concurridas incluso en invierno. En general, bien; mucha gente a todas horas, un tráfico infernal, un kiosco de flores desde el que un loro, grande como un perro grande y de color gris mar, canturrea y silba desde por la mañana temprano. Bueno, y ruido, claro. También de noche, y eso ya no... pero es lo que hay.


Hay palomas y hay urracas. Hay, cuando cae la tarde, unos pocos murciélagos que vuelan como vuelan los murciélagos, como si fueran a tropezar con todo. Durante el verano, una avispa ha estado viniendo a refrescarse cada mañana a eso de las doce en el tiesto encharcado del papiro. Y hay algunos gatos que van y vienen por la calle con aire furtivo, como si supieran que a la última colonia que hubo aquí mismo, a diez metros del portal, la exterminaron hace un tiempo.

Este edificio Baxter es un buen sitio para vivir, en general. Tiene sus cosas: que si la Zona Negativa y sus chisporroteos cuánticos, que si las visitas de Galactus con sus relámpagos... Pero bien, ya digo.

Y cada noche, llueva, nieve o caiga azufre, me asomo un ratito al balcón antes de meterme en la cama.

No hay nada  mejor.